domingo, 8 de mayo de 2011

Marujita Salomé

Evocaré a María Salomé Chávez Bailón, que así era el nombre de la que fue mi mamá.

La imagen más nítida que guardo de ella es la de una mujer con inagotable disciplina de trabajo: estaba en pie, cuando todavía "era oscuro"; o sea mínimo, a las 5 y 30 de la mañana; y no se acostaba sino hasta bien entrada la noche. Y en esas horas hacía de todo: cocinaba, lavaba, planchaba -con esas planchas alimentadas por brazas de carbón vegetal, que la deshidrataban tanto, que a veces solía terminar la jornada con una Pilsener bien helada-, arreglaba y limpiaba escoba y escobillones en mano la casa, cuidaba de sus gallinas y de sus pájaros, perros y gatos, de repente un chancho de corral, y las plantas de su jardín, con begonias, violetas, lenguas de suegra, hierbaluisa, matizadas con tomates, limones, culantros y cebollines... Entonces aprendí desde que empecé a razonar, que no había un mundo posible sin mamá; o, mejor dicho, que sin ella, cualquier mundo sería imposible.

Mamá era tímida. Esa timidez era congénita a sus raíces campesinas. Y era una profunda observadora, a la que difícilmente se le podía ocultar cualquier estrago físico o emocional, incluso aquellos que obligaban a ensayar alguna que otra mentira como excusa. Dirigía un ejército de ocho hijos, a los que se agregaban -siempre bien recibidos por ella- de tarde en tarde, uno que otro sobrino. Y cuando digo que dirigía un ejército, no hago alusión solo al número -por lo demás, normal para cualquier familia manabita de los años 30 a los 50 del siglo pasado-, sino a las tareas asignadas a cada uno, especialmente a los mayores respecto al cuidado y aseo de los menores. No se habían inventado los "tableros de mando" de los sistemas administrativos actuales, pero tenía presente en su memoria qué tareas había asignado a cada cual, y quién la había cumplido o estaba en deuda. A veces ponía un cómplice velo de olvido a alguna falta, pero si llegaba la ocasión la recordaba señalando que la tenía "asentadita". Y entonces podía ser muy severa.

Mamá cuidaba de cada uno de sus hijos, respetando su identidad. No estudió sicología; pero era una parvularia auténtica. Un pellizco podía ser preludio de un castigo mayor -"la buena la tanda"-; por eso, generalmente bastaba una mirada, para saber que había que retirarse sin ánimo de regresar a buscarlo que no se había perdido. Pero yo siempre me he quedado cautivado sobre la forma como ella tenía que resolver las preferencias que cada carácter, que cada manía de sus hijos le comunicaba. ¡Y éramos 8!, cada uno con sus temas, cada uno con sus temores, cada uno con sus aspiraciones, cada uno con su personalidad. Y así pasamos nuestra niñez.

Porque la adolescencia la compartíamos con otras casas, cuando fuimos a estudiar a Portoviejo. Y ahí pudimos, ciertamente, hacer uso de esa personalidad que ella respetó -incluso para decidir si nos daba remedio de palos- porque nos autodisciplinamos. Nadie nos levantaba para ir al Colegio, nadie nos obligaba a tomar una ducha o a andar más o menos presentables en términos estéticos. Nadie. Solo la idea de que el viernes o el sábado, cuando regresáramos a Sucre, mamá nos revisaría para saber si nos cepillábamos los dientes, o si nos lavábamos las orejas, nos hacía observar aceptables hábitos de higiene. Y así crecimos...

Mamá miraba de lejos nuestra formación secundaria y universitaria. Creo que ella había convenido una especie de división del trabajo de criar a los hijos con papá: ella en la disciplina, él en el rigor de cumplir con los estudios. (Yo salí ganando de eso, porque impunemente hice la secundaria en 2 años más que lo normal, pero esa es otra historia). Y también que fue entendiendo poco a poco, que la ley inexorable de que los hijos son aves de paso, tenía que cumplirse, incluso a pesar de compartir el mismo techo.

Tenía una gran serenidad ante la muerte. Porque también la tenía ante la vida. Recuerdo que cuando murió papá, solo le bastó llevar consigo sus sentimientos profundos. Y nada más: no la vi protagonizar ningún drama, ni sentirse desvalida, ni esperar de sus hijos algún acto de compasión, que no fuera la solidaridad de compartir el dolor que la partida sin retorno de un ser querido, impone. Lo sobrevivió algo más de 32 años. Y yo me daba cuenta de que en todo ese lapso, apagaba lentamente sus recuerdos buenos y de los otros, como preparándose para dejarlos en la nada, cuando a ella le tocara el turno de partir.

Sus últimos años fueron precisamente eso: un lento desvanecimiento de los recuerdos. Era como ese personaje de Macondo, tejiendo con paciencia su mortaja. Y cuando estuvo lista, partió.

Mamá es mi personaje inolvidable. Yo siempre la recuerdo con los versos de Nervo: "(...) al influjo de su alma celeste amanecía./Era llena de gracia, como el Avemaría:/¡Quien la vio no la pudo ya jamás olvidar!"

1 comentario:

  1. Muy ilustrativa la historia de su mama, interesante, la típica mama manabita una especie casi extinguida.
    Actualmente las mama y las mamacitas se quejan solo por tener que prender la lavadora y dejar que aquel aparato electrónico haga todo el trabajo duro, casi no cocinan, full Internet, paseos en los mall. Todavía me cuesta creer como las mamas de antaño lograron criar tantos hijos con las pocas comodidades existentes en aquellas épocas, y a pesar de tantos sacrificios las madres manabitas nos preparaban excelentes platos típicos, acompañados de una buena colada, sea de avena, cebada u otros cereales, sin embargo actualmente basta con comprar una soda, cola, algún te en cartón o ya las avenas vienen preparadas, no se como lo hicieron, fueron increíbles. Saludos…..

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