martes, 18 de octubre de 2011

Libertad de expresión vs. Negocios de comunicación

El Presidente Rafael Correa continuamente ha planteado que no se debe confundir entre negocios de comunicación y libertad de expresión. Cuando la comunicación es un negocio -sugiere- pierde su idoneidad para manejar información o hacer opinión, porque está contaminada por los intereses directos o indirectos de sus propietarios. Esto es un típico sofisma, que no es difícil desbaratar. Veamos:

En verdad los medios de comunicación son propiedad de empresas. Las empresas son sociedades de capital que se constituyen para producir un bien o un servicio, buscando obtener utilidades. En otros términos, conforman un negocio cuyo producto se llama información (impresa, de radio, televisión o de internet). Para elaborar ese producto, se requiere incurrir en determinados costos -adquirir papel y tinta; pagar por el uso de frecuencias y equipos para emisiones radiales o televisivas o a través del ciberespacio; contratar personal y satisfacer sus remuneraciones; sufragar gastos administrativos y financieros; etcétera, etcétera, etc.- que se recuperan con la venta de los servicios de publicidad y con otros ingresos, tanto los obtenidos del giro mismo del negocio, como los provenientes de inversiones que los dueños de la empresa deciden hacer para optimizar el rendimiento de sus capitales.

Entonces la comunicación es un negocio que está vinculado íntimamente con los de publicidad de toda índole, pero fundamentalmente comercial, aunque también hay la de tipo político. Si el negocio prospera, es porque el medio de comunicación que le permite operar, tiene acogida entre los consumidores y los anunciantes. Cuando esa acogida no existe, el negocio termina generalmente fracasando: quiebra. O es sustentado por el Estado. O es financiado mediante dinero sucio.

Es obvio que a los propietarios de un negocio de comunicación -cuando sus recursos no provienen del gobierno o de fuentes contaminadas- les interesa que éste prospere. Y el vehículo que les garantiza prosperidad, es el de ganarse la acogida de lectores y anunciantes, porque estos últimos no pautan en un diario, en una revista, en una radio, en un portal de internet o en un canal de televisión, si saben que muy pocos los leen, los escuchan o los ven... Pero si la circulación o sintonía del medio de comunicación alcanza altos niveles de rating o de lectoría, la empresa tiene garantizados sus ingresos, puede hacer utilidades, y en consecuencia mejorar sus instalaciones y equipamiento, contratar personal competente, utilizar tecnologías de avanzada y procurar la satisfacción de sus clientes (lectores y anunciantes).

¿Y cuál es el secreto para alcanzar esos altos niveles de raiting o de lectoría que permite a los medios generar utilidades? La respuesta es simple: la calidad de sus productos. En los medios de comunicación, esa calidad está determinada por su imparcialidad para elaborar y transmitir información, así como por su programación para el caso de las radiodifusoras y televisoras. El público advierte cuando existe un medio que no informa ni con independencia, ni objetividad ni veracidad; incluso cuando apela a distorsiones para presentar hechos. Y entonces lo sanciona sin apelaciones: deja de leerlo, de escucharlo o de verlo. Eso es todo.

Si en aras de la libertad de expresión los medios no fueren manejados por empresas privadas que busquen obtener y maximizar sus ingresos, especialmente aquellos que se originan en la venta de publicidad, sería imposible que subsistieran. Simplemente no serían negocio. Esto no ocurre -claro está- cuando se trata de medios sostenidos por el Estado. O sea con los llamados "medios públicos". Pero en este caso la noticia, la opinión o el simple enfoque de un hecho, tiene que sujetarse a las disposiciones que den quienes administren al Estado. O sea el gobierno. Así ocurre en Cuba. Así ocurría en los ahora derrotados regímenes socialistas de Europa. Y también ha ocurrido en dictaduras latinoamericanas. La dicotomía entre negocios de comunicación y libertad de expresión se resuelve verticalmente: solo se publica la "verdad oficial". Todo lo demás no cuenta, porque para entonces se habrá consolidado un régimen totalitario, en el que las discrepancias son penadas -juicios sumarísimos de por medio- con cárcel y multa.

Y verdaderamente en ese momento, ya no habrá confusión entre libertad de expresión y negocios de comunicación. Porque los únicos negocios que logren coexistir con el régimen, serán los que se hagan desde el Estado para enriquecer a los gobernantes de turno. Tampoco habrá libertad de expresión para por lo menos maravillarse por la bonanza de los nuevos ricos, porque todo estará simplemente confundido...



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