Eloy Alfaro Delgado fue el líder de la Revolución Liberal, originada en Guayaquil el 5 de junio de 1895. Esa Revolución fue la respuesta a una suerte de Estado hegemónico, consolidado desde la perspectiva de un catecismo político impulsado por Gabriel García Moreno, en alianza con el poder económico de los terratenientes serranos y la clerecía nacional.
Alfaro se sublevó desde muy joven contra ese Estado clerical, donde un maridaje entre lo religioso y lo político, ponía un manto de complicidad sobre grandes y pequeños negociados. Pero su ideólogo por excelencia fue Juan Montalvo, a la cabeza de un grupo de intelectuales que combatían desde el campo de las ideas y en las trincheras del periodismo, la vigencia del sistema.
Por eso, cuando llegó a la Jefatura del Estado gracias al pronunciamiento "en comicio" de una Asamblea Popular realizada en Guayaquil para rechazar el negociado de la venta de la bandera -negociado que también fue denunciado por la prensa- no actuó directamente para responder a las críticas de los periodistas.
Sin embargo también se dieron casos de apaleamientos y otro tipo de agresiones que grupos identificados con el alfarismo ejercieron contra periodistas. Recuérdese que en esa época era común "empastelar" las imprentas donde se editaban periódicos y otros medios impresos de información. En lo de fondo, la vocación de Don Eloy se resumía en su interés por mantener la revolución en los términos que él consideraba leales para los objetivos que perseguía. Y para ese fin no dudaba en transitar por caminos no muy democráticos. Esa famosa frase de que no había que perder con votos lo que se había ganado con balas, es en alto grado simbólica de los peligros que el líder liberal veía en una contienda electoral. Sus defensores sostienen que para entonces las ideas democráticas no estaban arraigadas en el pueblo... Pero ese es un argumento que igual pueden esgrimir hoy los revolucionarios del siglo XXI.
Y eso fue lo que la prensa siempre denunció, con mayor o menor vehemencia. Incluso impregnada por visiones regionales, pues (al igual que ahora, guardando las distancias de tiempo y naturaleza de las comunicaciones) no era lo mismo la prensa de Guayaquil que la de Quito, o la de Cuenca. Los diarios denunciaban lo que se denominaba "la argolla", que era una organización perfectamente diseñada para manejar las compras y contratos públicos. Y había una corrupción institucionalizada, con nuevos ricos que ofendían con su opulencia revolucionaria. que contrastaba con la pulcritud y honradez que caracterizaban a "El Viejo Luchador"
De esa combinación de factores -complejos, y muy difíciles de resumir en un artículo- surgió el final de Alfaro. Primero, fue depuesto semanas antes de que terminara su último mandato, porque los partidarios de Emilio Estrada (el candidato que el propio Alfaro escogió para que continuara su obra), temían que no le permitiera posesionarse de la Presidencia de la República, porque ya una vez elegido por los papelitos que el gobierno de Alfaro manejó, a El Viejo Luchador ya no le despertaba confianza, por la independencia que advertía en los actos y decires de Estrada.
Y una vez en el poder Estrada, Alfaro se sintió perseguido por éste. Desde su residencia en Guayaquil se quejaba de que era hostilizado, incluyendo entre las víctimas de tales hostilidades a quienes fueron sus cercanos colaboradores. Por eso no le quedó otro camino que salir a Panamá. Ahí estaba cuando -fallecido Estrada- fue llamado por Montero para que regresara a asumir la Jefatura Suprema, luego de que se declarara en rebelión contra el gobierno de Zaldumbide que había asumido la Presidencia de la República a raíz del fallecimiento de Emilio Estrada.
La prensa lo que hizo fue informar. Y claro, al calor de las luchas intestinas, de la sangre derramada -hubo combates cruentos, a partir del levantamiento de Montero- nadie puede controlar las pasiones. Nadie. Eso es lo duro de sembrar vientos.
La muerte de Alfaro fue violenta. Cobarde.
Y condenable sin atenuantes porque detrás de ella se consumaron viejas venganzas, de una sociedad polarizada desde el poder y desde fuera del poder. La prensa dio testimonio de eso. La prensa no prendió "La hoguera bárbara". Fueron otros. Fueron los que se aprovecharon de la Revolución Liberal para consumar sus añejos apetitos. Fueron los que, desplazados por esas nuevas apetencias, que buscan confundir una época de cambios por un cambio de época, rumiaban sus frustraciones, viendo a los nuevos ricos de la revolución suplantarlos en los puestos públicos para los que se creían predestinados. Los dos grupos fueron voraces.
Y esa voracidad terminó en llamas. Las llamas que consumieron el cuerpo ya sin vida de Eloy Alfaro. A la prensa de entonces, ni a la de ahora, no le correspondió en el drama otro rol que el de dar testimonio. Testimonio que a veces quema. Testimonio que a veces también inflama. Testimonio que despierta pasiones.
Pero la prensa no mató a Alfaro. Quien diga eso, sabe que miente.
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