Cada vez que veo toda la parafernalia con que los jóvenes se aprestan a recibir su "investidura" de bachiller de la República, vienen a mi memoria los acontecimientos que viví con esa oportunidad hace muchos años.
Resulta que obtuve el bachillerato 2 años después de lo planificado, porque reprobé segundo y quinto año en los Colegios Olmedo de Portoviejo y Aguirre Abad de Guayaquil.
Y para llegar a esa meta, pasé por momentos verdaderamente dramáticos que estuvieron a punto de hacerme repetir el último curso, pero que gracias a una especie de acuerdo tácito con las autoridades del Aguirre, logramos empatar la situación con una disyuntiva muy simple: no me graduaba en enero, pero sí en abril. Y si querían dejarme para junio, entonces desafiaría a las autoridades matriculàndome otra vez en sexto, para que vieran lo que era bueno... (A la sazón yo era un dirigente estudiantil reconocido, respaldado nada más ni nada menos que por un palmarés de dos huelgas exitosas, sin contar manifestaciones públicas y otros actos de protesta, y la edición de un periódico mural que daba mucho de qué hablar)
Lo cierto es que para abril estaba montado el tinglado de un enfrentamiento público con por lo menos dos de los miembros del Tribunal examinador, encabezados por el Rector, quienes finalmente me graduaron con 8 sobre 10.
Al margen de lo anecdótico, era diferente ser bachiller a finales de los años 60 del siglo pasado, de lo que fueron los posteriores bachilleratos. En primer lugar, esa fue una de las últimas generaciones en las que el título de segunda enseñanza servía como referencia de conocimientos con el fin de aspirar a un trabajo en el sector público o en el privado. En segundo lugar, esa generación obtuvo el libre ingreso a las universidades, bastando únicamente para ese fin exhibir el título de Bachiller. Y en tercer lugar, al no tener que rendir un examen de ingreso para entrar a la universidad, las siguientes promociones de bachilleres fueron poco a poco despreocupándose de su nivel de aprendizaje, de modo que ya no se hacían distinciones entre los Colegios basàndose en comparar cuántos de sus graduados habían accedido a la Universidad.
Pero los bachilleres de esas épocas, también mnarcábamos diferencias con quienes nos precedían. Por ejemplo, nosotros sí le cantábamos a El Ché porque era parte de nuestra estructura de protesta (no el snob de Correa y Patiño, y hasta de Alexis); y cuando gritábamos frente al consulado de Estados Unidos la consigna del Comandante de "crear uno, dos, tres vietnams", no estábamos sino evidenciando que éramos anti imperialistas hasta los tuétanos, a pesar de que nos gustaban los Beatles -pero también la Joam Baez- y Herp Albert y su Tijuana Brass. Consumíamos a Mao, a Ho-Chi-Minh, como íconos del antisistema, matizados con Dany Cohn-Bendit y la "revolución" parisina de 1968. Eso éramos. Y mucho más.
Eramos bailadores de cumbias, boleros y salsas. También de algo de twist y rock & roll y de go-go y de ye-ye. Y nos gustaban las baladas. Especialmente la de Los Iracundos.
Pero en política sabíamos distinguir a los oportunistas. Por ejemplo, hubiésemos mirado primero con desconfianza a alguien como Rafael Correa, y después seguramente lo habríamos repudiado, porque siempre creímos que la revolución no era cosa de decir, sino de hacer, aunque no tuviésemos idea de por donde empezar... Por eso produjimos esa hecatombe de la abolición de los exámenes de ingreso a la Universidad.
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