"Nunca he pensado en la edad como en una gotera en el techo que le indica a uno la cantidad de vida que le va quedando" La expresión es de Gabriel García Márquez, ("Memoria de mis putas tristes"). Y la suscribo completamente, hoy que cumplo 63 años.
Cuando cumplía 22, tomé conciencia de que el mundo es el que envejece. No uno.
Y tomé conciencia de tal circunstancia, porque a esa edad pertenecía a un grupo que quería cambiarlo todo: me codeaba con la elite de dirigentes estudiantiles exitosos de la Universidad de Guayaquil, donde solíamos encarar en largas tertulias, las expectativas de una dictadura militar que, para manejar la nueva riqueza petrolera, embaucó al país autoproclamándose "nacionalista y revolucionaria". En verdad esa dictadura nos acercaba -luego de un riguroso y continuo análisis marxista de la realidad nacional- a la visión izquierdista de la lucha contra la burguesía y el imperialismo. Por eso cuando veo a algunos jóvenes de hoy, bajo la ilusión de Correa, me doy cuenta que es el mundo el que envejece...
Igual sentimiento me despertó la irrupción de Febres-Cordero en la política nacional. Ya andaba por los 33 cuando el ingeniero me convenció de que la opción de una economía social de mercado, significaba una salida válida al desarrollo nacional. Y que la ilusión del poder de la izquierda -con "el Ché", Allende y Fidel de por medio- no era más que una manera de ver al mundo hacerse viejo...
Para entonces el camino me había llevado a la dirigencia profesional y a incursionar a la vez, en la página de opinión de El Universo. Ya los hijos crecían. Igual que los sobrinos. Y entonces me tocó la ocasión de ver de cerca la política. No la política en términos "virtuales" como solemos avizorarla desde la butaca de la casa, ora a través de los noticieros de la radio y la televisión -cadenas gobiernistas incluidas- o de las páginas de la prensa, o de las redes sociales, sino la política en términos "reales". Esa política que exigía, según sostenían algunos de sus más connotados exponentes, usar escafandra para descender a las insondables profundidades de traiciones y latrocinios, en que suele cocinarse con las salvedades que toda regla impone observar.
Y la verdad es que la experiencia no me agradó del todo. Pero me confirmó la idea de que el mundo envejece. No nosotros. Esa fue la parte agradable de la experiencia, magnificada porque pude contrastar sin intermediación, esa realidad con la intimidad del mundo empresarial, porque también ya me había vinculado a la Cámara de Industrias de Guayaquil. Ahora, cuando escucho a un político hablar, siempre pienso que todos tienen el mismo código genético: solo que unos salieron menos avispaditos que otros... No hablaré del código genético de los empresarios.
Casi entrando a los 50 me correspondió observar de cerca algunos de los episodios de la espantosa crisis financiera. Para entonces me había metido de lleno al periodismo de opinión y de análisis, en las páginas de EL TELÉGRAFO. Tengo mis criterios sobre los verdaderos autores, cómplices, encubridores y beneficiarios de la catástrofe bancaria. Algún día pondré en orden mis apuntes, no para señalarlos, sino para tratar de responder una incómoda pregunta a lo Agatha Christie: ¿a quienes benefició el crimen? Pero lo cierto es que esa tragedia se veía venir, como cuando el viento anuncia lluvia. Y hubo mucha gente que teniendo poder para -por lo menos- mitigar el dolor que ya se advertía, prefirió mirar para otro lado esperando que el trancazo avisara la magnitud del golpe. Fue terrible.
Y para colmo, con el gobierno de Correa volví a vivir en retrospectiva, los sudores urgentísimos de la revolución que proclamaba el nuevo evangelio, ahora según el socialismo del siglo XXI. Seguían los íconos de "el Ché" y Allende, ya canonizados por la izquierda sacrosanta. Y al rostro macilento de Fidel se había agregado el pletórico de corticoides, que caracterizaba la enfermedad mortal de Chávez. El mundo envejece. No uno...
Como el personaje de García Márquez en la obra citada, s estas alturas del partido declaro que he aprendido a evaluar mi vida no por años, sino por décadas. Y, parafraseándolo, diré que ésta, la de los 60 -cuyo cuarto año empiezo hoy- es la más intensa por la sospecha de que ya no me queda tiempo para equivocarme. Porque es el mundo el que envejece.
Y porque es el mundo el que envejece, no pienso en la edad como una gotera en el techo, que le indica a uno la cantidad de vida que le va quedando. Yo espero vivir todo lo que pueda, con la ayuda de Dios.
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